Cuando mi mirada perdida acaricia la deriva del horizonte llano, veo tu rostro esbelto y pudoroso entre las llamas del atardecer que fulminan brevemente con su intensidad toda memoria, dejando entonces tu presencia ausente entre el sol y mi tranquilidad. Es entonces cuando aborto todo deseo por imaginar algo distinto de tu belleza, que despliega tentadoramente mi razón para descubrir mi corazón donde habita mi inocencia. Y absorto he quedado ante el dominio que tus ojos dicen poseer sobre mí, y que lejos de ser inevitable, tal vez sea un intento más por jugar a cautivar mi atención. Y disfruto de ese juego porque encuentro su encanto en seguir sus reglas nunca anunciadas, tal vez inexistentes que guardan para sí la clave para su disfrute: emprender el camino de la pasión sin pretender llegar a ningún lado.